Los países pobres están rescribiendo el manual para el crecimiento económico
Durante más de medio siglo, el manual sobre cómo los países en desarrollo pueden aumentar sus riquezas ha cambiado poco: trasladar a los agricultores de subsistencia a empleos manufactureros y luego vender lo que ellos producen al resto del mundo.
La receta —adaptada de diversas maneras por Hong Kong, Singapur, Corea del Sur, Taiwán y China— ha producido el motor más potente que el mundo ha conocido para generar crecimiento económico. Ha ayudado a sacar a cientos de millones de personas de la pobreza, generar empleos y a incrementar los estándares de vida.
Los tigres asiáticos y China tuvieron éxito combinando vastas reservas de mano de obra barata con acceso a conocimientos y financiación internacionales, y compradores que llegaban procedentes de lugares como Kalamazoo hasta Kuala Lumpur. Los gobiernos proporcionaron el andamiaje: construyeron carreteras y escuelas, ofrecieron normativas e incentivos favorables para las empresas, desarrollaron instituciones administrativas capaces y fomentaron industrias incipientes.
Pero la tecnología está avanzando, las cadenas de suministro están cambiando y las tensiones políticas están remodelando los patrones del comercio. Y con ello, crecen las dudas sobre si la industrialización puede seguir generando el crecimiento milagroso que solía generar. Para los países en desarrollo, los cuales albergan el 85 por ciento de la población mundial —6800 millones de personas—, las implicaciones son profundas.
Hoy en día, la manufactura representa una porción más pequeña de la producción económica mundial, y China ya realiza más de un tercio de ella. Al mismo tiempo, cada vez más países emergentes están vendiendo productos baratos en el extranjero, lo que incrementa la competencia. Ya no hay tantas ganancias que extraer: no todo el mundo puede ser exportador neto u ofrecer los salarios y costos generales más bajos del mundo.